Siempre vuelves. Aunque la puerta esté cerrada por dentro, siempre te presentas como si nada. Sin llamarte. Sin llamarme. De repente. Y es lo que tiene si te di mis llaves, si te enseñé los pasadizos secretos a cualquiera de mis rincones. Si te prometí una habitación con vistas al futuro, pero te acabé echando sin romper el contrato.
Ya nunca te llamo. O quizá sí que lo haga sin quererlo, no lo sé. Al teléfono de las dudas hace tiempo que le di de baja pero no vienen a llevárselo. Y a veces suena, y a veces creo que te llama. Marco tu número y tardo una eternidad en llegar al último dígito. Pero acabo haciéndolo, y tú no lo coges, ya no. Suena el contestador con tu última voz que aún guardo en mis recuerdos, y te llamo otra vez, y otra más, para volver a escucharla.
Luego te marchas. Otra vez. Unos días de tregua que parecen
ser definitivos. Como si ya no fueras a volver más. Y me lo creo. Y decido
abrir las puertas sin miedo, y recibo visitas de nuevo y la casa está lista. Ya
no se desmorona entre montones de recuerdos.
Pero como he dicho, siempre vuelves. Así que creo que voy a
tener que cambiar la cerradura, o aprender a vivir con tus regresos.